Fabián J. Villeda Corona, LL.M. int, Mgtr.[1]
Nos encontramos ante una figura de larga tradición y arraigo en el derecho. Los profesores Luis Díez-Picazo Ponce de León y Antonio Gullón en su obra Sistema de Derecho Civil hacen referencia a esa raigambre histórica del enriquecimiento sin causa:
«[e]stá fuera de toda duda que la categoría moderna del enriquecimiento sin causa tiene su origen remoto en la regulación romana de las condicitiones. Ocurridas las mismas, se daba acción para singulares reclamaciones, ante todo la restitución de una datio cuando el demandado no poseía título o razón suficiente para retener».
También resulta llamativo el texto de Pomponio, recogido en el Digesto, según el cual es justo por Derecho natural que nadie se enriquezca con perjuicios y lesión de otro. Estas ideas se reflejaron más tarde en el derecho general prusiano (el „Allgemaines Landrecht“ de 1749) y en el Código civil austriaco (el „Allgemaines bürgerliches Gesetzbuch“ de 1811), que recogieron la prohibición del enriquecimiento injusto[2] y que más tarde, inspirarían otros ordenamientos jurídicos. Esta figura ha sido recogida y positivizada con relativos matices por el derecho italiano, suizo, portugués, brasileño, etc., y más recientemente en el francés.
Empero, más allá de desarrollo histórico, el cual tiene un innegable interés, importa más para este breve análisis hacer un examen de la figura y su aplicabilidad bajo el sistema legal hondureño como derecho aplicable en el fondo de una controversia.
En primer lugar, es importante esculcar y establecer su naturaleza jurídica, su telos. En vista de la falta de regulación expresa en nuestro sistema de derecho, a nivel de derecho comparado, esta figura se trata mayormente de una construcción jurisprudencial y doctrinal relativamente moderna.[3] Por tal razón, la doctrina dominante identifica al enriquecimiento sin causa como un principio general del derecho.[4] Los principios generales del derecho tienen una importancia vital en cualquier ordenamiento jurídico, independientemente de que estén positivizados (como sucede, por ejemplo, con la buena fe) o no.[5]
En ese sentido se ha pronunciado Puig Peña: «[s]on principios generales del Derecho en un sentido general aquellas verdades o criterios fundamentales que informan el origen y desenvolvimiento de una determinada legislación conforme a un determinado orden de cultura, condensados generalmente en reglas o aforismos transmitidos tradicionalmente, y que tienen virtualidad y eficacia propia con independencia de las fórmulas de modo positivo».[6]
Alcalde Rodríguez va más allá y propone que «los principios generales del Derecho constituyen o forman parte de la base del ordenamiento jurídico, toda vez que en ellos se halla cimentado el propio sistema legal. Representan, además, los elementos que sirven de nexo para entrelazar las distintas figuras jurídicas, permitiendo su conceptualización dentro de un todo orgánico que responde a una misma razón lógica»[7] idea que recogeremos más adelante.
Los principios generales del derecho tienen como función, pues, la de: (i) informar; (ii) integrar; e, (iii) interpretar. La primera consiste en que son fundamento de todo ordenamiento jurídico, en el sentido de que toda norma positiva debe elaborarse conforme a los preceptos que señalan los principios. La segunda consiste en que, en virtud que el legislador no puede prever todas las posibles situaciones que se pueden dar en una determinada sociedad, es necesario acudir a preceptos parapositivos que permitan dar solución legal a todas las situaciones no reguladas por la ley. Y por último, para entender su función interpretativa, acudimos nuevamente al profesor Díez-Picazo: «[t]ambién la determinación del verdadero alcance, sentid y significación que dentro del ordenamiento jurídico posee una determinada disposición legal solamente puede hacerse, en ocasiones, acudiendo a criterios extralegales. Cuando hablamos, pues, de ‘principios generales del derecho’ estamos haciendo referencia a estos criterios no legislados ni consuetudinarios mediante los cuales debemos integrar las lagunas legales y de los cuales servirnos para llevar a cabo la labor de interpretación de las leyes.»[8]
Con estos antecedentes, podemos reafirmar la importancia y trascendencia que este principio general del derecho puede tener en las transacciones comerciales propias de nuestro entorno y la validez de acudir al principio general del derecho del enriquecimiento sin causa o injustificado si nos encontramos ante el cumplimiento de sus elementos, que veremos más adelante.
Así las cosas, debemos ubicar este principio en alguno de los recovecos de nuestro ordenamiento jurídico. La doctrina comparada que puede ser fácilmente tropicalizada a nuestra realidad jurídica por ser fuente directa de nuestro Código Civil, nuevamente, nos señala que el enriquecimiento sin causa se encuentra en la figura legal de los cuasicontratos. Tanto Barros como Alessandri coinciden en que el enriquecimiento sin causa subyace en los cuasicontratos regulados por el Código Civil chileno.[9] La doctrina hondureña, por su parte, hace eco de esta afirmación.[10]
Sin embargo, de poco sirve encontrar fundamento de la figura sin que se constituyan los elementos para construirla y hacer efectiva su carácter cuasi punitivo ante la parte enriquecida. Decimos punitivo porque, al tiempo que existe una prohibición de enriquecerse a causa de otro, surge, ergo, la obligación de pagar o restituir aquello con lo que se ha enriquecido injustamente.
Por tal razón, para configurar la concurrencia de un enriquecimiento injustificado y por tanto ejecutar la acción restitutoria o conocida como in rem verso, deben cumplirse los siguientes presupuestos:
(i) Que exista un enriquecimiento efectivo de la persona que está obligada a la devolución;
(ii) Que este enriquecimiento sea a expensa de otra persona, la cual ha sufrido la correspondiente disminución de su patrimonio como efecto consecuente del enriquecimiento del otro; y,
(iii) Que este enriquecimiento carezca de causa legítima, como la del cobro por una prestación contractual, por ejemplo.
Configurados estos elementos, la parte lesionada puede solicitar a un Tribunal, ora judicial, ora arbitral, que ordene la restitución de modo tal que su patrimonio sea resarcido con aquello que, con cuya ausencia, ha tenido por efecto su disminución. Ante una circunstancia como esta, cabe recordar que el Legislador previó que, solicitada la intervención de un Juez o Magistrado (o un árbitro en aplicación mutatis mutandis) ante la resolución de un conflicto, no puede dejar de resolver aun si alegase que no existe una disposición legal en el ordenamiento jurídico que la resuelva[11]: puede, entonces, acudir a los principios generales del derecho en su función integradora.
La doctrina española añade que no es necesaria la mala fe del enriquecido como uno de los presupuestos para que se cumpla la acción de in rem verso.
Por otro lado, tal como señala el profesor Díez-Picazo, la acción de enriquecimiento es personal, pues «no tiene por objeto la restitución o recuperación de las cosas salidas del patrimonio del demandante, sino que es una acción dirigida a la reintegración del equivalente. Es pues, una acción de reembolso que busca una condena pecuniaria»[12]. En ese orden de ideas, al ser una acción personal, su plazo de prescripción será el de diez (10) años, de conformidad con el artículo 2292 del Código Civil.
En conclusión, la falta de una disposición expresa en nuestra legislación no exime la posibilidad de invocar este principio general del derecho para ofrecer soluciones jurídicas a distintas situaciones que se plantean en el desarrollo de las transacciones comerciales, toda vez que sus presupuestos concurran en el caso concreto.
Anotaciones bibliográficas [1] Socio Director de Villeda Corona Dispute Resolution. Correo: fvilleda@villedacorona-dr.com [2] Luis Díez-Picazo Ponce de León y Antonio Gullón, Sistema de Derecho Civil, Volumen II, Tomo 2, (12a Edición, Editorial Tecnos, 2018) 285-286. [3] Federico Arnau Moya, Lecciones de Derecho Civil II, Obligaciones y Contratos, (Publicaciones de la Universitat Jaume I, 2009), p. 356. [4] Ídem, citando a Parra Lucan. [5] Ver, inter alia, José María Díaz Consuelo, Los Principios Generales del Derecho; Eduardo Niño Tejeda, Los Principios Generales del Derecho en el Código Civil Chileno y en el Código Español; y, Franz Wieacker, „Zur rechtstheoretischen Präzisierung des § 242 BGB“. [6] Federico Puig Peña, Los principios generales del derecho como fuente normativa de la decisión judicial, (Revista de Derecho Privado, Madrid, 1956) 1048. [7] Enrique Alcalde Rodríguez, Los principios generales del Derecho, (Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago, 2003), 51-52. [8] Luis Díez-Picazo Ponce de León, Experiencias jurídicas y Teoría del Derecho. (Editorial Tecnos, Madrid, 1973), 202. [9] Enrique Barros, Apuntes - Teoría de las Obligaciones, p. 10. Ver también: Arturo Alessandri Rodríguez, Teoría de las Obligaciones, (Ed. Jurídica), pg. 343. [10] Reinaldo Cruz López, Contratos en particular y cuasicontratos, (Ed. Fuego Nuevo, 2003), pg. 235. También la doctrina considera que el principio del enriquecimiento sin causa tiene su razón de ser en el principio de la equidad natural, reconocido por el artículo 20 del Código Civil de Honduras. [11] Constitución de la República de Honduras, Art. 305: Solicitada su intervención en forma legal y en asuntos de su competencia, los jueces y magistrados no pueden dejar de juzgar bajo pretexto de silencio u oscuridad de las leyes. En ese mismo sentido: Ley de Organización y Atribuciones de los Tribunales, Art. 9, párrafo segundo: Reclamada su intervención en forma legal y en asuntos de su competencia, no podrán excusarse de ejercer su autoridad ni aun por falta de ley que resuelva la contienda sometida a su decisión. [12] Ibid, n. (2), p. 290.
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